Tu ausencia me ha atravesado como hilo en una aguja.

Todo lo que hago está cosido con su color.

W.S. Merwin

El duelo

El duelo es el proceso de adaptación emocional que sigue a cualquier pérdida.

La palabra DOLUS significa dolor, lástima y aflicción.

En definitiva, el duelo es perder algo que es muy importante para uno.

A lo largo de la historia y según las culturas, se han desarrollado diferentes rituales dependiendo de las religiones. El motivo se debe al poder simbólico que tienen los ritos y que nos ayuda a tramitar la despedida y aceptación de la muerte.

Como es un tema muy amplio, me voy a centrar en el duelo ante la muerte de un ser querido.

Estamos en una etapa, con la pandemia, en la que hay personas que han tenido que despedirse de un ser querido, o tienen un amigo o un conocido que ha pasado por ese trance de sufrimiento, agravado en muchos casos por no haber podido compartir esa despedida ya que las normas de seguridad establecidas lo prohibían.

Eso ha supuesto un duelo más complicado y con un dolor más profundo.

A diferencia de los animales, sabemos de la muerte, de nuestro destino mortal como seres vivos. Somos la única especie que es consciente del devenir de su propia muerte.

Hay muchos tipos de duelo: por muerte de un padre, de una pareja, de un hijo, de un amigo, o también por la pérdida de un trabajo, o por un divorcio.

A lo largo de la vida transitamos por numerosos duelos. Tarde o temprano todos nos encontramos con la muerte, a través de un ser querido o con la de uno mismo.

Ante la muerte de un ser querido, desencadenamos respuestas emocionales y comportamentales. La muerte de un ser querido ahuyenta la convicción de su condición lejana, anónima, situada en el campo ajeno.

Cada persona lo afronta de un modo diferente ya que es una experiencia individual. Los sentimientos varían desde la intensidad del dolor hasta la sensación de salto al vacío, dependiendo del tipo de relación que se tenía con la persona fallecida.

Pueden aparecer multitud de sentimientos: dolor, desamparo, temor, indefensión, angustia, falta de sostén, desorientación. Hay cambios en las emociones a nivel cognitivo, en las relaciones, en la aparición de reacciones fisiológicas…. Incluso pueden aparecer sentimientos opuestos, ambivalentes, enmascarados unas veces y otras de forma notoria.

Como os decía, en el duelo un factor muy importante es la relación que se tenía con esa persona que ya no está, de lo vivido con ella, si era una relación de bienestar, de amor-odio, etcétera. La elaboración del duelo va a estar condicionada por lo que esa persona estaba en nosotros, de la intensidad de esa relación, de la complicidad, valores y creencias que se compartían, de su ascendencia sobre nosotros.

El duelo es esa emoción que nos invade cuando esa persona ya no está.

Tiene diferentes etapas, descritas por muchos psicólogos y psiquiatras con casi total coincidencia. Muy resumidas serían:

  • Fase 1: llamada fase de negación, donde aparece un sentimiento de incredulidad. Si la muerte ha sido repentina o inesperada, esa sensación será más intensa. En esta fase prevalece el rechazo a esa realidad como modo de mitigar el dolor, para no enfrentarse a él. Es un mecanismo de defensa ante el sufrimiento. Después va apareciendo cierta racionalización.
  • Fase 2: fase de enfado, rabia. La pregunta constante es ¿por qué? ¿por qué se ha ido? ¿por qué ha sucedido?
  • Fase 3: es la fase de la tristeza: surgen la pena y, en muchas ocasiones, la desesperanza. Es frecuente la pérdida de interés por el mundo exterior, miedo…
  • Fase 4: denominada fase de aceptación. En algún momento del proceso del duelo puede aparecer la culpa, pensando que podría haber hecho más, haberle dicho más veces que le quería, no haber hecho o dicho tal cosa… Otros se aferran a la ilusión o fantasía de su aparición, de encuentro. Sin embargo, es en esta fase en la que la persona acepta la realidad de la pérdida de su ser querido y busca readaptarse a un nuevo contexto y trata de aprender a convivir con esta pérdida. La persona se da una oportunidad de vivir a pesar de la ausencia.  

Como veis, el proceso del duelo no es un esquema rígido. Puede variar en tiempos. Cada persona es un universo. La estabilidad emocional de cada uno se pone a prueba ante una pérdida importante.

Hay una reacción llamada “normal” frente al dolor de la pérdida y un duelo “patológico”.

En el duelo normal aparece la tristeza, el dolor… se siente al mundo “vacío”. Saber que ya no existe un futuro con esa persona, genera un fuerte sentimiento de soledad, de vacío irremplazable.

El duelo patológico aparece cuando hay un yo débilmente estructurado. El duelo aquí se cronifica, se alarga y la persona que lo sufre queda presa en un estado melancólico.

En este tipo de duelo no es el mundo sino “uno mismo quien se ve vacío” y no puede salir de ese estado.

Ante la muerte del otro subyace la idea de la propia muerte. Nos recuerda que esta es inherente al ser humano, que compartimos ese destino. Todos tenemos un tiempo limitado de permanencia y su llegada es algo irreversible.

Tendemos a clasificar la vida asociándola al concepto tiempo: pasado, presente y futuro y la muerte la solemos ubicar en ese tercer tiempo. Así situamos la frontera que da inicio a la inexistencia.

Pero sabemos que no tiene por qué ser así, de ahí la importancia de disfrutar del presente, de lo que se tiene.

El deseo de continuidad también puede aparecer de diferentes formas, unas con la negación de la muerte o el deseo de apartarla, por ejemplo, el empeño casi obsesivo de permanecer siempre joven lanzándose a interminables operaciones de estética, con la fantasía de que si no se envejece tampoco se encuentra uno con ella…

El deseo de continuidad también puede deslizarse en un legado, por ejemplo, las herencias, y como dice el dicho: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro.

Cada persona se relaciona de un modo individual con su cuerpo (es un tema que daría mucho de sí: hablar del cuerpo neurótico y el cuerpo del psicótico pero no entraré en ese tema).

La propia imagen toma el cuerpo como base, nos sirve de referencia para constatar nuestra existencia. El cuerpo nos muestra una imagen de la que nos apropiamos. De ahí que el cuerpo tenga una dimensión imaginaria (la palabra imagen viene de imaginario).

Pero no somos cuerpo; “tenemos un cuerpo” aunque tengamos la fantasía de unidad.

Cuando miramos un cadáver, tomamos conciencia de que no somos la unión de ambas cosas. Vemos un cuerpo vaciado, no hablante, que no desea, deshabitado.

Por ello podemos diferenciar:

  • Un cuerpo simbólico: capaz de desear, comunicar. Este tiene que ver con la gestalt visual del cuerpo. La imagen. El cuerpo nos ofrece esa imagen con la que nos identificamos. El cuerpo como una superficie de inscripción.
  • Un cuerpo real: continente de funciones fisiológicas. La carne, la materia, ahora desvitalizada. Vehículo que nos servía para transitar la vida.

Con la visión de la muerte en el otro, percibimos más que nunca al cuerpo como algo exterior, que nos envuelve.

Nos damos cuenta de que el cuerpo y el sujeto no son lo mismo. Hay un cuerpo biológico y otro psíquico. En esa mirada al cuerpo yaciente, constatamos que el ser querido ya no está ahí, que ha desaparecido de la vida real, física. Pero ello no garantiza que se haya ido de nosotros. Puede perdurar en nuestro pensamiento, en nuestro psiquismo y llevará un tiempo digerir esa pérdida y situarla en el afuera. “Falta” es diferente a “pérdida”. No significa lo mismo. La falta tiene que ver con la ausencia, la separación y la pérdida tiene que ver con una ruptura.

Llegados aquí, hemos de preguntarnos:

¿Cómo afrontar el duelo?

  • Si el dolor, el sufrimiento, es muy profundo, se debe acudir a un profesional que ayude a elaborar la pérdida y brinde un apoyo psicoterapéutico.
  • La muerte de un ser querido suele ser una de las experiencias más fuertes de nuestra vida. Es bueno hablar de lo sucedido, no aislarse, compartir los sentimientos, hablar de la despedida. Elaborar el duelo no tiene que ver tanto con un tiempo cronológico, sino con la actitud y trabajo personal para digerir esa pérdida.
  • Sacar la tristeza, el llanto, compartir el dolor, dejar fluir los sentimientos.
  • Ver y saber escuchar dentro de nosotros esa convulsión producida. Ver lo que valorábamos lo que nos generaba bienestar de esa persona y también lo que no nos gustaba y ahora nos puede generar culpabilidad. Si el duelo no sigue un adecuado proceso, puede derivar en un duelo patológico, con estados melancólicos, somatizaciones, depresión… y quedarse pegado ahí.
  • Es muy importante tratar de conectarse con el exterior, vincularse a otras personas con las que establecer un lazo sano, socializarse. La angustia inicial dará paso al dolor y de a poco podrá encontrar nuestro propio lugar respecto a lo perdido.
  • Hay que rearmar el propio lugar en el mundo:
    • Realizar actividades en el exterior permite pasar de un estado con disminución de interés por el mundo, a situarse de nuevo en él, soportando la pérdida. No negándola, sino viendo la nueva realidad, donde el ser que se ha ido tiene su lugar en el recuerdo.
    • Es importante conseguir “separarse” del ser querido, QUE NO OLVIDARLE. Suele aparecer el temor a que las vivencias compartidas se difuminen en el olvido. Pero está en juego independizarse de la persona que se ha ido, dejarlo marchar de nuestro interior.
    • El reto es sobrevivir a su ausencia y a la parte nuestra que se va con ella, lo que representaba y lo que movilizaba en nosotros… ¿qué hacer ahora con lo que sabíamos que esperaba de nosotros, dónde queda eso? De ahí la frase: “ha faltado” y “me falta”.
  • Hay que restaurar la capacidad de disfrutar de la vida, aprender a vivir con ese “vacío”, pero también con todo lo que puede estar por llegar. Para ello es necesario subjetivizar el duelo. Encontrar una significación acerca de la pérdida que hemos sufrido en nosotros mismos.Hay algo inexplicable en la muerte, un misterio.

La muerte marca un límite, una barrera a la continuidad en la vida. Crea una fecha desconocida para cada uno, a partir de la cual viene el salto a … esa inexistencia, al menos como nuestra mente la conoce. Aunque el ser humano siempre ha necesitado pensar que la vida y la muerte tienen un sentido, un significado. Los que tienen creencias, creen en una religión, en la transcendencia, tienen la clave para descifrarlo, con ese paso a la eternidad.

Como os decía, todo lo que amamos tiene una doble existencia: una exterior en el mundo y otra que es su imagen en nuestra mente y, esta última, tiene que ver con el vínculo establecido con el ser querido que ya no está.

Sus expectativas puestas en nosotros, nuestra necesidad de satisfacerles, el realizar o cumplir sus deseos no alcanzados y depositados en nosotros… Hay que dejarlo marchar de nuestro interior aún al precio de enfrentarnos, en esa etapa, al propio interior.

Es poder decir adiós y asumir esa falta en nosotros.

Siempre estamos separándonos de algo, hasta crecer es separarnos de nuestros padres. Como dice Lou Andreas-Salomé al hablar de la infancia: “Nuestra primera experiencia conscientes es, curiosamente, una pérdida”.

Dejamos atrás el día, un encuentro, una experiencia, una relación, “el tiempo” vivido. Todo son muertes, despedidas de algo que no vuelve, que forma parte del camino, de lo que vamos dejando atrás.

Si miramos hacia delante hay cosas por llegar.

Cada adiós es algo que termina, una despedida. La vida está llena de ellas, pero si abrimos la puerta, también se colma de encuentros…

Debutamos a la vida con el nacimiento (incluso antes) y se culmina con la muerte. La vida cambia momento a momento, y el que llega o está por hacerlo, ha dejado atrás otro que ya no existe. Pero la vida transcurre sin que a veces nos demos cuenta de su finitud.

Deberíamos estar preparados, pero nunca lo estamos suficientemente para afrontar las pérdidas, para mirar de frente a la muerte con serenidad.

No hay vida sin ella. Es como las dos caras de la misma moneda, no hay una sin la otra, son un binomio inseparable. No olvidemos que:

La vida es TIEMPO. Son instantes que regaló el universo.

“Nuestro universo le da a la vida solo un momento para que brille. Un paraíso en el tiempo. Como una microfracción durante la cual la vida es posible”.

Y no olvidemos, como señalaba Hannah Arendt, que “todo final contiene necesariamente un nuevo comienzo”.

Concha Porta

Colaboradora del INyS

Psicóloga clínica del balneario Hervideros de Cofrente